Leche

Recuerdo cuando de pequeñas mi madre nos daba la lechera para ir a comprar leche.

Cómo quedábamos absortas mientras la señora pasaba la leche del cazo al cuartillo y de éste a la lechera. ¡Cuántas veces habremos jugado a ser vendedoras de leche imitando esos pasos!

Recuerdo volver a casa con la lechera y jugar a darle una vuelta de 360º sabiendo que la fuerza centrífuga evitaría que se derramara. Y cómo, a veces, las risas o las bromas acababan con la leche en el suelo.

Recuerdo cuando mi madre nos mandaba vigilar la leche mientras hervía para evitar que se saliera. Y cómo, a veces, con los juegos y las risas lo olvidábamos y la leche acababa derramada y quemada.

Recuerdo cómo mi madre retiraba la capa grasa que se formaba en la superficie de la leche. Cómo la colaba varias veces y la chocolateaba porque entonces no nos gustaba su sabor tan fuerte. Con la nata hacía una riquísima mantequilla.

Recuerdo cómo mirábamos expectantes las primeras veces que se usó en casa aquel hervidor con un tubo central que evitaba, aunque no siempre, que la leche se saliese.

Ahora que la sanidad pública no permite comercializar leche directamente a los productores, que no hay tiempo para hervirla, que la leche no se mide en cuartillos sino que viene envasada y tratada, que no sabe a auténtica leche, ahora me gusta tomar leche fresca, de la que está en los refrigerados, porque me recuerda los sabores y la alegría de la infancia.